«Los Desp(o)jos del Sol»: un ensayo sobre la poesía de Rosenmann-Taub
por Felipe Ruiz

La poesía de David Rosenmann-Taub puede sonar altisonante para un lector no iniciado. Domina en la voz de este poeta una curiosa textura vocal y un juego siempre vertiginoso con el lenguaje, juego en que a veces la redundancia, lo quiasmático, transforman cada poema en una pieza críptica, digna de resolución para un detective de la palabra. De los estudios sobre su obra, de los comentarios que obtenemos de él destaca sobre todo el María Nieves Alonso, aparecido en la edición de Cortejo y Epinicio a cargo de Lom. No podemos desdeñar este estudio, pues es quizás uno de los pocos que se ha aproximado de manera sistemática a la obra de Rosenmann-Taub y debemos agradecer su interés. Sin embargo, debemos reconocer que en el estudio de Alonso no encontramos una profundización específica en las tramas más esenciales de la poesía de Rosenmann-Taub, teniendo en cuenta que esas tramas responden, ante todo, a una peculiar excursión filosófica. Es por eso que se nos ha presentado como de suyo interesante aproximarnos de manera específica a la problematización, muy actual, de la poesía a partir del pensamiento, a partir de los rendimientos que el quid filosófico puede extraer de la poesía y viceversa.

Nos concentraremos, a lo largo de estas páginas, sobre todo en el despeje, en la dilucidación de una obra capital de Rosenmann-Taub: Los despojos del sol. Nuestro interés en esta obra viene cruzado por una serie de antinomias. Primero, debemos tomar en cuenta que no se trata de un libro tan conocido como, por ejemplo, Cortejo y Epinicio, quizás su obra más emblemática, pero tampoco posee la envergadura, en cuanto a su diseño y a su ambición, de País Más Allá. En ese entendido, estamos conscientes de que nuestro interés en Los despojos del sol proviene de una inquietud que deviene de una mesura interrogativa que liga por una parte la desconfianza de la crítica frente a la obra de Rosenmann-Taub y por otra el total desconocimiento, o el relativo desconocimiento, a lo menos, de Los despojos del sol. Teniendo en claro dichas salvedades, esperamos que este ensayo permita a lo menos esclarecer, abrir ciertos prolegómenos en torno a la enigmática poesía de este autor chileno.


ArribaAbajo- I -

Lo primero es tener en cuenta una primera aproximación a la obra de Rosenmann-Taub. Esta ya la habíamos realizado a partir del análisis de El cielo en la fuente, La mañana eterna, en una pequeña crítica aparecida en la revista Rocinante. Sin que sea objeto de este ensayo prolongar la discusión sobre ese texto, sería bueno que hiciéramos desde ya algunos alcances aclaratorios con respecto a esa obra.

El cielo en la fuente, antes que todo, remite a la condición de objeto/reflejo del cielo en la fuente y la fuente en el cielo. Condición primaria, especular, que liga tanto a uno como otro elemento, debemos considerar dicho reflejo como una condición a lo menos liminar de la experiencia de lo sagrado: lo sagrado y la eternidad son reflejada en la superficie espejeante de la fuente, y es a condición de ese reflejo, que procede la encarnación. Recordamos para estos efectos algunos versos de Four Quartets, de T. S. Eliot, donde también nos encontramos con el lugar privilegiado para la fuente, como dimensión metafísica, como punto de reunión de la morada celeste con los mortales. Algunas observaciones al margen, podrían reconocer en esta fuente una figura símil a la copa de los dioses que, en Heidegger, marca también precisamente ese punto de reunión entre los dioses y los hombres. Cielo y tierra, entonces, en su dimensión de encuentro, hayan en la fuente un punto de comunión que proyecta el espacio del uno sobre el tiempo del otro. Como proceso mismo de la encarnación, el cielo en la fuente proyecta sobre el hombre la figura salvífica, no necesariamente cristiana, aunque sí mitopoyética, que entronca entonces con la pregunta específica por el quién de la encarnación.

Si la encarnación, entonces, se da como proceso de reunión en El cielo en la fuente la pregunta por el quién específico de la encarnación aflora en su real dimensión: por una parte, debemos admitir que el cristianismo asume que la encarnación ya tuvo lugar en Occidente, y que un retorno de ella sólo sería posible como armagedón o final de los tiempos. Sin embargo, aquí Rosenmann-Taub procura un desliz peculiar para especificar el rango de esa encarnación en una figura femenina, a la que da el nombre de Jesusa. Jesusa sería el sujeto de esta encarnación iniciática y su viaje a lo largo del proceso de retroproyección sobre el cielo sería la temática central de El cielo en la fuente. Es por eso que esta se ve engendrada a partir de la comunicación, siempre dislocada, siempre disonante, de un él-ella, que serían el lugar propio de la duplicidad:



   Demasiada garfiada en dos palancas
acechas la ceniza.
       -Mi corazón -gritó.
La sombra de las clavenillas.

Tres
y dos,
y dos para tres.



El proceso de triplificación de la experiencia encarnatoria, el triunvirato iniciático de dicha experiencia, sería el lugar propio que El cielo en la fuente busca instalar. Para esto, evidentemente, se ciñe al formato bíblico, pero donde debemos siempre encontrar una factura también epocal: pues lo que trasunta la experiencia de la triplificación es siempre, en la trinidad, el rango epocal por el que Occidente atraviesa como manifestación histórica de las tres metáforas de su cultura: el padre, el hijo, el espíritu santo. De allí, en efecto, que Jesusa pueda retroproyectar sobre la dimensión del cielo la figura eclosionante de una suerte de nueva encarnación, de segundo descenso. Pese a que dicha experiencia pasa, hasta el momento, nada más que por una experiencia poética, la necesidad de preguntarse por la posibilidad de una encarnación nueva sólo aparece como problema a partir de la reciente dinámica de Occidente.

De allí, en efecto, es decir, a partir de esa dinámica es de donde surge por la posibilidad de una experiencia que trasciende el eje de la temporalidad aristotélica que rige a Occidente por un tipo nuevo de dimensión temporal para la que no estamos moral ni mortalmente preparados: sería dicha experiencia la que ensaya La mañana eterna. Dimensión del amanecer, que es esta vez, claramente, explorada por la posibilidad de que se trascienda la noche, de que la noche, en su dimensión mítica, pero también en su necesidad, llegue a su fin. El amanecer, entonces, viene a prefigurar la experiencia de una nueva relación con el tiempo dada, claramente, por el encuentro con esta segunda encarnación, que vendría esta vez a aclarar el rango específico en que, según Derrida, tanto cristianos como judíos aguardan en el reencuentro. Mañana eterna que vendría a instalarse, entonces, a lo largo de un día, o, mejor dicho alrededor del día, merodeándolo, sin llegar nunca a su mitad ni a su declive. Es claro que por eso mismo Rosenmann-Taub ha designado para este poema la figura emblemática de Pedrito, en juego claro al fundador de la Iglesia, para signar al sujeto en el que se encarnaría dicha promesa.

¿Pero es, en efecto, ésta una promesa de redención? La pregunta por la redención, por la posibilidad de algo semejante como la redención, excede los límites de este ensayo. Por lo pronto, sólo podemos aclarar que, de entrada, dicha posibilidad se encuentra tan sólo en el horizonte de una experiencia que excede con creces el problema mismo de Occidente y su historia, y que por lo mismo exige un rango epocal para lo que un concepto como globalización sería del todo pertinente.

Conformémonos con el juego lúcido de Rosenmann-Taub y confiémonos a la dimensión oracular de la propia poesía: Pedrito, este diminutivo podría reflejar doblemente un trasunto que viene, por una parte, a explicitar el lugar lúdico del poema que ya en Jesusa venía anunciado, como por otra parte a experienciar el rango infantil de La mañana eterna, rango infantil, o dimensión de infancia sobre la que los sujetos se refugiaría y sobre la que recae todo el peso de la responsabilidad mesiánica:


Derrumbe de antifaces.
-¡Vamos! Cerca...-.
Pedrito atrapa
mis manos: en su pecho.
Zafiros
hacia la calle de las Albas Negras.
Heroicas ruinas
encaprichadas
desde el invierno:
celda de nogales.






ArribaAbajo- II -

Hasta aquí con nuestro racconto. Hemos visto, por una parte, que la dimensión especular de El cielo en la fuente remite, por una parte, a una figura encarnatoria que encontraría en La mañana eterna su continuación lógica. Sin embargo, preguntamos ahora ¿qué mecanismos podría augurar, si quiera tramar la posibilidad de que el juego entre mítico y fantástico de ambos poemarios pudiera ser algo así como una promesa epocal? Allí es donde tocamos el corazón de Los despojos del sol. Poemario denso, críptico, de una destreza vocal única, de entrada nos abre la pregunta acerca de la posibilidad que tiñe ya a los poemarios anteriores.

Partamos por el título. Debemos signar aquí nuevamente el proceso por el que la metáfora de la luz ha sido pensada desde Platón. Recordamos la Alegoría de la Caverna y sabemos de entrada que la Ousía es una dimensión específica de la claridad, y que dicha claridad está reservada para aquellos pocos que consigan asir fielmente la radicalidad del fenómeno. Es, en efecto, el fenómeno, lo puesto a la luz, lo que está por su irisdencia en el rango de una supremacía ontológica sobre la dimensión de la sombra, de un mundo numismoso. Por esa claridad del descubrir, por esa posibilidad de apertura es que todo aquello desnudo en la metáfora de la luz queda impregnado por la gracia, esencialmente poética, de lo diurno. Es, en definitiva, la diurnidad del mundo, la deferencia del mundo para con los hombres justos lo que vuelve a la claridad una dimensión de vista, de visión o de facultad de mirada sobre los fenómenos.

Bajo esta rúbrica es que podemos ubicar toda una forma de violencia que se oculta, según Levinas, en este locus que, desde Platón, habría impelido la historia de la metafísica. Dicho locus, que en definitiva gobierna el dominio de la comprensividad del fenómeno, se vuelve violencia hacia el otro, violencia hacia lo Otro que sería absorbido por la violencia de dominación del Logos. Logos, en definitiva, que busca conocer, o cuya facultad de conocer llevaría acabo la absorción de la alteridad.

En esta discusión, de entrada Los despojos del sol nos remite a una dimensión cuasi perdida del mundo de la luz. Esta dimensión nos habla de un resto, de un excedente de sentido, que es lo que queda fuera de la iridiscencia redentora de la luz. Lo queda fuera de la luz, lo que, en definitiva, no se ofrece a la visión ni a la facultad de la diurnidad, es de lo nos habla Los despojos. Lo despojado, o el resto espurio, quedando fuera, se transforma en elocuente miseria y en vez siniestro de la diurnidad, su otro oscuro. Contra ésta, en definitiva, lo otro aparece como mundo eclipsado, como mundo de oscuridad, que constriñe la mirada y la reenvía al ocaso siempre perenne de la tarde.

Toda una constelación de imágenes y colores resuena entonces en esta prefiguración noctámbula. El color caoba de una tarde, lo crepuscular del sol de atardecida, y lo arrebolado de un cosmos donde el logos no se ofrece como mañana, como lo habías visto anteriormente, sino como caída o recaída en la sombra del atardecer. Los despojos del sol nos habla, en otras palabras, de un desgarro fundamental de La república platónica donde existirían sujetos cuya dimensión sería la de ser escoria o resto de un mundo de iridiscencia. Ahora bien, este resto, ¿qué viene a decirnos? Qué viene a ejemplificar? En su rasgo epocal, este resto asume la condición de un tercero, un lugar que, a decir de Pablo Oyarzún, remite a la posición del testigo. Testigo que se hace parte del juego de complejas tramas de sentido a partir de la imagen, siempre deslocalizada, del ratón. Juego, entonces, por el que el origen prístino al que estaría remitiendo La república es revertido, devuelto a su calidad siempre original de promesa. Repetimos, en su rasgo epocal, dicho juego está representado por la comunidad descolizada, pero que prefigura una suerte de «marginalidad», que serían aquellos que quedan fuera o que sustentan un lugar distinto de ser el centro constitutivo del republicanismo.

Retenidos en esta dimensión, el poemario se nos abre en dos anandas, nombradas sucesivamente como primera y segunda. Si la primera tematiza de manera más concienzuda el proceso mismo de explosión o de invasión por lo que, los despojados, ingresan en La república, la segunda más bien busca entroncar con la posibilidad de una reunión entre mundo poético y mundo histórico:


Unidos y cubiertos por el amanecer
agonizan los pétalos más desatados de la playa más
extrema
¡Refugios!
Se agrietarán, saetarán la alegría,
se incrustarán en el ocaso.
La flor, completa, poderosa de escoria,
palpitante duna, sucederá
¡y cómo brillarán en mi lengua los océanos!



El poeta se hace cargo a conciencia de la dimensión profética de su poetizar: el poema nos habla en un futuro perfecto de lo que ocurrirá. Unidos y cubiertos por el amanecer: reminiscencia de una situación por la que los sujetos, entregados al desamparo de ser sujetos «despojados», se encuentran en las sombras de una noche sin estrellas. Sombra que, sin embargo, los mantiene en ascuas, los mantiene unidos, siempre a la espera de una repentina aparición. Hay que entender que la dimensión bellamente metafísica de este verso nos mantiene atentos a una búsqueda, más bien discreta, de conocimiento, pues siempre nos mantenemos en un plano donde no nombramos directamente aquello a lo que nos referimos. Si este no nombrar puede expresar una «metáfora», si este nombrar es «metafórico», tanto más da. Lo importante de destacar es que a expensas de esa metáfora se nombra de manera evidente el ciclo de la naturaleza como espacio de conocimiento social y como vínculo con el pensamiento que ya comienza a pensar desde lo global.

En este sentido es que irrumpirán los despojados, irrumpirán de manera tal que el amanecer, que el exceso de luz, quedará atrás para dar paso una irrupción cuyo destino será una promesa de reconcilación. Estos despojados son nombrados como pétalos. Posteriormente, esos pétalos serán los de la rosa. La rosa viene aquí a expresar el contenido manifiesto de la herida dolorosa por la que el estalla el mundo. La rosa es, en definitiva, el dolor mismo, y ese dolor experimentado antes que todo como dolor maternal, como dolor de parto, viene a expresar aquí el contenido latente de una hendidura, de una encentadura en el plexo social. De allí, en efecto que estos pétalos se agrietarán, saetarán la alegría, como expresión de un dolor que, convertido en promesa de ¿redención? Encontrará paz en la alegría. Esa alegría, que es a su vez alegría en el dolor, se incrusta en el ocaso.

De allí, en efecto, que podamos ver doblemente que tanto amanecer como ocaso reflejan las dos polaridades por los que estos pétalos aparecen. Su color es el color de la tarde, pues aparecieron cubiertos por el amanecer. Los despojados del sol, entonces, se incrustan en la tarde y en la tarde hacen su aparecer.


La flor, completa, poderosa de escoria,
Palpitante duna, sucederá.



Nuevamente la remisión a la flor, que ya hemos identificado como rosa dolorosa, se conecta con una conciencia profética, conciencia que no apacigua el canto del poeta pero que si aumenta su capacidad de visión. Los despojados del sol aparecen como escoria que sin embargo produce poder. Poder del residuo, poder de lo inmundo, poder de los dejados fuera del mundo de la luz, estos completarán la flor. Estando la flor completa, palpitante, se abrigarán una voz que haga nombrar a los despojados, que los nombre en la tierra. Hay que conectar aquí este nombrar con una dimensión intrahistórica. Los despojados son, en definitiva, los testigos, los que siempre han sido pensados como despojados en su situación experiencial como sujetos residuales, marginales, que en este poema, de profundísimo contenido social, adquiere la voz de la rosa. La rosa nombra a los despojados.

De allí, entonces, que uno de los poemas centrales del libro se llame manjar. Manjar, en definitiva, que agrega a los colores de la tarde el color de la escoria. El color de la es, el color que aparece donde «algo huele mal». Manjar que se tiñe, en su dimensión más alocada, de la tarde misma, y que aplica sobre ella un efecto de dulzura. Pues la tarde y el dolor de la rosa aparecen entonces como momentos dulces, como ambrosías que deleitan y sacian al poeta:


Endibias
-prisa
grave-
dan comienzo
a la voracidad: gozan su modo
de asumir mi saliva.
Se nutren: flagelante
Constancia. Tentaleo
Los vientres del granero, fondo a fondo.



La voracidad de la rosa palpitante llaman la atención del poeta: completa, ella devora e ingresa en el mundo luminoso como resto despojado. Habrá aquí que hacer un guiño nuevamente a Platón, y preguntar si acaso la expulsión de los poetas de La república no estaría siendo aquí también tematizada de manera soterrada. Si es que Los despojos del sol, en definitiva, no podrían también pensarse como los mismos poetas. Algo así nos insinúa Rosenmann-Taub cuando nos habla de «su» saliva. Saliva del poeta, que se presta también, admitimos la tentación, de pensarse como el manjar que nombra anteriormente.


¡maduro estiércol para siempre hermoso!



Ningún verso probablemente sea más exacto, en consecuencia, para nombrar dicho manjar que el que acabamos de citar. No solamente porque allí se habla de manera evidente y casi sin rodeos sobre el resto espurio que la mañana busca olvidar, sino porque se da nuevamente a la dimensión de la escoria esta ambivalencia por la que aparece bajo el perfil de lo bello, nombrado como lo hermoso. Lo hermoso del estiércol vuelve a relacionarnos con la dulzura del manjar, manjar que es dulce pero que, a su vez, proviene de la escoria. La rosa palpitante tiene así el color de la tarde que es a su vez asimilado al color del estiércol. En la escoria del mundo, en definitiva, sucederá el mundo nuevo.




Arriba- III -

Hemos podido tematizar de manera envolvente alguno de los tópicos centrales de la poética de Rosenmann-Taub dibujada en Los despojos del sol. El estudio preliminar de Maria Nieves Alonso coincide con nuestras apreciaciones al prefigurar en esta poética una hermenéutica del dolor. Dolor que se hace manifiesto a partir del sentimiento de desgracia sobre el que recae el despojo y los despojados, pero que es, a su vez, la fuente de una germinación nueva, de un nuevo decir.

Aproximaciones meridionales nos acercan, ahora, a la configuración inicial que da nombre a este ensayo. Los despojos del sol nos habla de un mundo eclipsado, de un mundo que habría perdido su capacidad de relacionarse con la poesía como visión, o donde la poética habría sido ya pensada como un campo obturado por el ocaso de una óptica. Esta prefiguración se haya tematizada de manera soterrada en Los despojos del sol, a manera de movimiento especular. Por una parte, evidenciamos la construcción de una poética de lo despojado a partir de la eclosión de la escoria y la palpitación de la rosa. Por otra, debemos admitir que dicho enjundio proviene fundamentalmente de una episteme, de una cosmovisión que piensa la realidad y el fenómeno como momentos eclipsados de experiencia.

Se hace necesario, entonces, retomar una pregunta crítica fundamental y clave a la hora de enfrentarse tanto a este como a otros textos poéticos. ¿Es suficiente una tematización de la poesía desde la escucha? ¿Es la escucha la fuente esencial del decir poético? Preguntas que abren nuevas inquietudes respecto al predominio de lo vocal por sobre lo visual, dicho entramado nos reenvía al quid que pregunta por la conciencia poética, por la vocación fundamentalmente plástica de la poesía. En gran medida, debemos destacar que el predomino de una literatura poética a lo largo del Siglo XX constriñó cualquier intento aproximativo de rendimientos filosóficos de una visión que funcionó y funciona en torno a referentes de prensa y escuelas. Son estas dos últimas manifestaciones culturales, en efecto, las que tiñen el cuerpo del pensamiento sobre lo poético como un movimiento vinculado esencialmente al cuerpo de la letra, al cuerpo de una tradición lírica. Si la lírica, en efecto, sirve de momento incrustrador de la poesía en la literatura la fractura epocal que viene del surgimiento de nuevas tecnologías de la imagen han ligado nuevamente la poesía a regímenes artísticos cercanos a la visualidad.

Es palpable y evidente que estas tecnologías de la imagen han servido de insumos materiales para la creación de la así llamada poesía concreta, o la poesía visual. Sin embargo, movimientos paralelos como el objetivismo o el imaginismo prefiguran una aleación de la poesía en su forma tradicional con componentes de la estética y la plástica. Es así como, durante la segunda mitad del Siglo XX, se vienen desarrollando una sería de manifestaciones culturales que ciñen el movimiento de la poesía a una reconciliación mucho más imbricada con la visualidad. La distribución del orden de las palabras en la página, el uso imaginativo de los silencios, los espacios, el empleo de dibujos o fotografías, han requerido prefigurar una nueva dimensión de la poesía.

Para esa nueva dimensión, necesariamente, es necesario rearmarse de nuevos componentes críticos para los que necesariamente la episteme literaria -de fuerte sensibilidad novelesca-, no se haya preparada. Es necesario retomar una comprensividad desde la fuente griega misma, es decir, desde la propia naturaleza de la poyesis, para dar cuenta de nuevas necesidades.

Es menester entonces retomar el hilo de un pensamiento que abriga nuevas posibilidades de enunciación a partir de la propia poesía. Pues la compresividad de la poesía es, a su vez, requerida por el pensamiento, es decir, tanto como la poesía solicita al pensamiento insumos de crítica, el pensamiento requiere de la poesía para dar cuenta de una episteme que, con mayor insistencia, se ha vuelto obsesivamente cuestionadota de los límites de la metafísica.

Si la poesía puede entregar la voluntad de un pensamiento que se muestra como superación de la metafísica, o si el rango epocal de la metafísica, encuentra, en la poesía, una piedra de toque, es necesario que en un movimiento especular tanto poesía como pensamiento subviertan la voluntad divisora, o superen, en definitiva, el momento por el cual ambos aparecen como formas divididas de episteme.

Para ellos es necesario recomprender la poesía desde un rango de visualidad. Si la trama poética es, por esencia, visual, si la poesía es visualidad, no debemos más que mostrarnos objetantes de una estética de la ceguera, a la que nos hemos visto obligados a acceder en este ensayo sobre los desp(o)jos del sol. Esta estética de la ceguera mina la capacidad de comprender manifestaciones poéticas del todo novedosas, del todo asimiladas a los novum sensoriums de una sociedad audiovisual. Tema para otro ensayo sería ligar esta productividad poética a una nueva relación de la poesía con la técnica. Por ahora, basta con desfondar el suelo fértil donde la poesía fue pensada como manifestación literaria, o como reducción al «género», tal y como la novela o el teatro.





 

Felipe Ruiz, «Los Desp(o)jos del Sol»: un ensayo sobre la poesía de Rosenmann-Taub
En: Letras5, [en línea], 10/12/2008, http://www.letras.s5.com/index.html.

 

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