«Los Surcos Inundados»
por Miguel Arteche
los surcos inundados
David Rosenmann-Taub, Los Surcos Inundados,
Editorial Cruz del Sur


Los Surcos Inundados, segundo libro de David Rosenmann-Taub, es algo más que una promesa en al ámbito de nuestra generación. Pocas veces he visto una voz que trajera más riqueza entrañable de verdadera poesía -y muy contemporánea- como la de Rosenmann-Taub. Por fin, y ya era hora, en esta poesía no se persigue la novedad por la novedad.

Los Surcos Inundados trae algo un poco desconocido en nuestra joven poesía: la conciencia de oficio. Escribir en estado de alucinación fue algo muy entretenido en cierto tiempo; con ello se justificaron muchas tonterías. Con escribir renglones sueltos y lanzar aullidos incoherentes, todo estaba listo. O pensaban: alguien escribió verso libre; eso también lo hago yo, y es fácil. O: alguien inventó esa dichosa escala de sonidos -la de doce- y aquí está mi oportunidad. Maestro con genio, y discípulos encargados de desprestigiar al maestro. Así ha sido y así será. Detrás de las enormes posibilidades para los auténticos artistas, que abrieron, por ejemplo, la escuela de Viena, en música, y el superrealismo, se escondieron legiones de ineptos y de estafadores.

Rosenmann-Taub no regresa a ninguna parte. Conoce su personal técnica, sabe la técnica del oficio y, lo más importante, con esas dos direcciones dominadas escribe una extraña, conmovedora poesía. Un análisis a fondo del libro descubriría el dominio de la adjetivación, la maestría en la técnica del verso: piénsese en la variación métrica de sus poemas, en la creación de palabras, en la riqueza de un vocabulario que le pertenece y que usa con familiaridad, sin que se vea detrás de él lo libresco.

Sin embargo, entre la exacta, dura arquitectura de su poesía, flota un mundo primario, de seres elementales, no a la manera de hombres esbeltos, fúlgidos, de un paraíso pasado o futuro, sino con toda la fuerza y calidez, la amargura y el desencanto de unos habitantes de cualquier ciudad moderna. De ellos brota un furioso debatir, un sueño interrumpido, un mundo de semipesadilla, que no excluye, en ocasiones, el toque, el filo de la ternura y de la tranquilidad eglógica. Los últimos poemas de Rosenmann-Taub insisten en el tema amoroso, nunca monótono, tratado siempre con consumado dominio técnico. Pero el centro bullidor de esta poesía es el señalado; porque desde allí ha salido todo su extraño arte y porque esta poesía que, en líneas generales, no ha evolucionado mayormente -y no importa que lo haga, aunque ciertas gentes crean que el poeta deba estar siempre en un continuo cambio temático- tiene su principio en ese mundo informe, de muerte, de desolación, de trágica ternura, de una alegría mezclada con ironía, con amarga ironía. Mundo compuesto de amor, de resonar primitivo, de acezar furioso.

La «Segunda sonata», que da fin al libro, encierra uno de los mejores y más extraordinarios momentos de David Rosenmann-Taub. Es indudable el proceso de división en tiempos -las tres partes tituladas «Pórtico», «Abismo», «Réquiem», no poseen, naturalmente, la misma fuerza, la misma tensión dramática que Rosenmann-Taub ha impuesto al poema. La manera de tratar esa división esta indicando una cercanía con la técnica musical. Entiéndase bien: no se trata de poesía musical, cosa absurda que algunos creen que existe, sino simplemente de cercanía exterior con la forma de la sonata. Esto puede verse desde el título. Pero es en el fondo del poema, en el mundo que crea el lector de poesía, en la emoción transvasada a ese lector, en ese paisaje que pasa del poeta al que lee, donde se encuentra la relación con la música, y no en el uso de palabras con algún valor musical o en la acentuación del verso. Vibrando en el fondo, moviéndose en un mar que constantemente está ayudado por las formas exteriores, se encuentra la diferencia de tempo.

El tema es eterno: la muerte. La muerte de un niño. Al final del tercer movimiento de la sonata, el clima se mezcla de una hondísima ternura desesperada y de un jugueteo suave, tibio, de súplica. Los dos primeros tiempos se separan. El primero: en una especie de preludio burlón, de tono infantil donde no existe la menor nota, el menor matiz de muerte, ni siquiera en los primeros versos, en los que parece asomar un rasgo nostálgico. El segundo: cambia absolutamente el paisaje. Perdido el tono burlesco, irónico, se entra, directamente, y en el primer verso, en un terreno mortal, oscuro, de fatídico presagio:


   La sombra de la muerte en el umbral se para.
Oh dandún, oh dandún, no le mires la cara.



Dandún es el hijo. Cuando el amor pugna por salir convertido en palabra, y la palabra no brota, quedan sólo sílabas que nada significan para la semántica, pero que, inciertas, frágiles, arbitrarias, están dando todo el fondo trágico de desesperación que no puede entregar el idioma. Saltan esas sílabas -dos, tres, las que sean- y queda dibujado un nombre: «Dandún», «bomberún», «burburbur»: palabras donde la ternura se acumula, donde la sílaba no significa sino el inmenso deseo de expresar un amor que no encuentra cauce. Poco a poco, el clima de angustia aumenta. Un estribillo, que anuncia cada cierto tiempo -por lo menos cada dos estrofas- la presencia de la muerte, carga de tensión concentrada la atmósfera angustiosa del poema. Un hemistiquio se va a repetir constantemente:


La sombra de la muerte...



El otro cambiará, pero su cambio ha de servir para acentuar, para agrandar la proximidad de la muerte que, en el estribillo final, termina por acostarse en la cama del niño enfermo. Primero se detiene en el umbral. Luego:


   La sombra de la muerte desde el umbral avanza.
Oh dandún, oh dandún, tápate con las sábanas.



Y ya ha llegado:


   La sombra de la muerte está junto a tu cama.
Sé bueno, mi dandún, mira mejor el alba.



La muerte mira al niño:


    La sombra de la muerte hacia ti se ha inclinado
(se ha puesto azul la almohada):... semejan dos hermanos.



Hasta que termina el estribillo:


   Se ha acostado en tu cama la sombra de la muerte.
Hijo mío, dandún, ya no me perteneces.



Y al alejarse el estribillo, el tono cambia inmediatamente. Con la muerte en el lecho, con la sensación desgarrada de que la vida del niño no le pertenece, Rosenmann-Taub cambia la hasta ahora relativa calma. Cambia el ritmo: se hace jadeante, en vorágine; emplea la reiteración para acentuar, con ella, el clima de desesperanza, de impotencia. Pugnan las palabras por expresar el dolor, y salen vertiginosas. Reitera la negación, el verbo, el propio nombre del niño, y hasta el final de este segundo tiempo, todo brota del poema en un interminable desfile de rápidos adjetivos, de fulgentes visiones de impotencia ante la muerte. Por fin, el ritmo vuelve a aquietarse, a serenarse en unos alejandrinos asonantados:


   Desde el umbral el sol, tendido como un perro,
mira la quieta colcha, desciende hasta tu pecho
quieto, avanza a tu rostro pálidamente quieto
y en tus ojos cerrados, pone un ciego reflejo,
en tus ojos cerrados, terriblemente abiertos.



Todo anuncia la quietud, la muerte. La quietud del sol tendido y la inmovilidad del cuerpo en esos terribles, simples, adjetivos: tu pecho «quieto», tu rostro pálidamente «quieto», «quieta» colcha. Hasta el verso final, con los dos hemistiquios en contradicción aparente: «ojos cerrados» y ojos «terriblemente abiertos», es decir: ojos cerrados para nosotros, sin vida para nosotros, pero terriblemente abiertos para la muerte.

El último movimiento -el «Réquiem»- está cruzado enteramente por otro estribillo que, de la misma manera que en el anterior, sirve para acentuar el ambiente de impotencia ante la muerte. Pero el ritmo es distinto. Los octosílabos dan al verso un caminar más rápido. Aquí cabe, naturalmente, el tono huidizo, ligero. Algunos temas de los dos movimientos anteriores aparecen ahora modificados, como diluídos. La ternura se hace mucho más intensa, por lo desesperado de la partida, y el estribillo toma un tono de redoble fúnebre que destruye todo lo que pueda referirse a la vida del niño. Si en su vivir el niño era



   Felpa de sueño, desvelo,
blanco en blanco, monte blanco,
mucho cardo retorcido,
mucha brisa, poco alado,

   nieve poquita, candela,
sin semblante con semblante,
sin voz con voz, oh trataro,
laúd, dandún, soplo, nadie...

   Rurrupata, rurrupata,
rodomiel, pupa, runrún...

   Upa, triguito, ravé,
ota naanca, dulzura...,



el instante de su muerte está dibujado en cuatro versos en donde suena, con un tono verdaderamente escalofriante, ese «tris» definitivo de la separación, del adiós:


    Ya se cerró tris pulsera,
ya se cerró tris collar,
aunque siempre te miremos
no te veremos jamás.



Y desde España uno se pregunta qué fuerza oculta, qué invisible mano, qué subterráneas corrientes, riegan, siguen tocando y fecundando la tierra de nuestra poesía, haciéndola siempre nueva y siempre fluyente.

 

Miguel Arteche, «Los Surcos Inundados»
En: El Mercurio, (29 marzo 1953), Santiago de Chile.